PETRICOR

A los veintidós años, aprendí que el aroma a tierra mojada que se produce cuando comienza a llover y las gotas de agua entran en contacto con el suelo seco se llama petricor. La palabra viene del griego petros, que significa “piedra”, e icor, que quiere decir “el fluido que está en las venas de los dioses”. Conozco a una persona que seguramente está de acuerdo con cada palabra de esta definición.

Cuando tenía cinco años y estaba a punto de cumplir seis, nos mudamos a la ciudad. Xalapa nos recibió como ningún otro lugar lo hubiera hecho: una panadería cerquita de nuestra casa, tardes de chipichipi y muchas librerías de uso. Xalapa era una ciudad que se vestía de gala todas las tardes, con vestidos largos de neblina que le llegaban hasta el suelo, y a media tarde, goterones cayendo en picada contra el pavimento, adornando el ambiente con petricor, fugaz, pasajero, delicioso petricor.

El petricor no dura más que unos segundos, ese ratito en que todo se detiene porque el cielo se está sacudiendo las penas. Fugitivos segundos de gloria en los que la única tarea importante consiste en respirar, respirar y respirar. Así respirábamos el petricor xalapeño, mamá y yo, en las tardes de libros y chocolate con bolillo, por allá del dos mil siete.

Las tardes de libros y chocolate con bolillo no recuerdo cuándo surgieron, desconozco la fecha exacta, pero sé quién las inventó: fue mi mamá. Mi mamá, que a los siete años me leía a Tolstói como cuento para dormir y a los dieciocho, cuando mi casera me acusó por llegar ebria a la pensión de estudiantes, me dijo: “es que tienes que dejar de tomar vodka, ese también a mí me mata”. Es una genio, una mujer fuera de este mundo.

Mamá inventa cosas maravillosas todo el tiempo, inventó las “burritas”, que son como los burritos, pero diferentes; inventó una receta de pollo entomatado con la que nos engañó durante años y nos hizo comer -sin darnos cuenta- aceitunas y alcaparras; inventó que Santa Claus tenía cámaras de vigilancia en los focos de luz para ver desde allí cómo nos portábamos los niños y niñas de todo el mundo; inventó el cover de la canción de la mantequilla y del gato viudo; inventó un remedio contra los piojos que implicaba Suavitel; y entre todas las buenas ideas que ha tenido, inventó también las tardes de libros y chocolate con bolillo, incluido su ritual.

El ritual de las tardes de libros y chocolate con bolillo consistía en caminar desde nuestra casa, en la calle Honduras, hasta la Rueca de Gandhi, una librería que existió durante muchos años sobre la calle Úrsulo Galván número sesenta y cinco, casi esquina con Leona Vicario. Era una construcción altísima, de una sola planta; su fachada estaba compuesta por enormes ventanales de cristal que abarcaban toda la superficie. Adentro olía a incienso y libros viejos, y allí trabajaba por las tardes la maestra Rosario, tía de Jerjes, mi mejor amigo de la primaria, y nuestra maestra de lectura y redacción. Vestía siempre pantalones cargo, botas de explorador y blusas de algodón; tenía el cabello de un color negro profundo. Si ibas a la Rueca de Gandhi por allá de las seis de la tarde, era seguro que la encontrarías.

Mamá y yo la encontramos allí varias veces; de hecho, fue ella quien me ayudó a escoger la primera novela que leí en la vida, de Otfried Preussler: “La pequeña bruja”. Esa primera adquisición lo fue todo para mí: la portada lindísima, el montón de hojas blancas formaditas y apretadas de un extremo, el aroma a libro nuevo. Y mi mamá se habrá dado cuenta de lo feliz que me hacía comprar libros en “La Rueca”, porque se volvió algo habitual, el ritual elegido para compartir nuestras tardes: caminar hacia “La Rueca”, buscar entre los estantes de libros un ejemplar que nos convenciera -nuevo o de uso-, pagarlo en la caja y salir de la librería justo a tiempo para respirar profundamente el petricor y correr juntas bajo la lluvia para volver a casa. Empapadas como sopas, hacíamos una parada en la panadería de confianza para comprar bolillos crujientes y luego, en la tienda de abarrotes contigua a la panadería, nos surtíamos de canela, leche entera y barras de chocolate.

El regreso a casa corriendo de la mano de mi mamá, lejos de los aleros, donde nada nos cubriera de la lluvia bendita, es uno de los recuerdos más limpios y vívidos que atesoro en la memoria. Nada se compara con correr bajo la lluvia con mi mamá.

Pero el ritual no acababa allí; se pone aún mejor. Llegando a casa, mamá me ayudaba a secarme y me ofrecía ropa limpia; después, me cepillaba el cabello y me metía debajo de las sábanas de su enorme cama, lista para esperarla. Iba a la cocina, preparaba chocolate caliente y lo servía en tazas generosas, que consumíamos hasta el fondo, viendo una película y remojando sin culpa nuestro bolillo crujiente. El ritual estaba completo hasta ese momento, el ritual de las tardes de libros y chocolate con bolillo, la obra maestra de mi mamá.

 

 

 

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