Crónicas de sol: Introducción

Yo solía ser una persona que odiaba los días de sol. 

Así es, tendía a aborrecer los días claros bajo los rayos calurosos del inmenso e incansable astro vital y cuando la gente a mi alrededor empezó a discutir si era mejor el calor o el frío, estuve del lado de los que preferían el frío. Si en esos tiempos de equivocación se hubiera creado el partido de los amantes del frío, seguro hubieran contado con mi afiliación. Tenía razones fundadas para creer que los días de calor eran insoportables. Heredé de mi padre además de la cicatriz queloide y la forma de los dientes, el tipo de piel; aunque con el tiempo me he vuelto más agradecida de tener una piel gruesa y resistente, hubo días en que no pensé lo mismo, y es que esta piel morena y porosa tiene la cualidad de ponerse a brillar al primer contacto con el sol. En esta sociedad donde lo mate y lo lampiño están por encima de todo lo demás, tener una piel que brilla no fue siempre motivo de orgullo y esa fue una de la razones primordiales de mi campaña de odio por el sol. 


Tampoco me gustaban los días de sol porque mi armario estaba lleno de ropa exclusiva para los días de frío, gabardinas, sacos, pantalones apretados, zapatos cerrados, bufandas en colores sobrios, camisas de manga larga. Cómo iba a gustarme el sol si mi closet adolescente no admitía otra cosa que no fueran telas complicadas en colores oscuros. 


Y pudiera escribir un montón de razones para estar en desacuerdo con el calor, podría de muchas formas justificarme por todos esos años que deseé realmente poder tapar con un dedo a la bochornosa estrella culpable de mi brillo facial, pero ninguna razón me parece suficiente ahora, ninguna me resulta cierta. Ahora amo al sol, aunque me siga brillando la cara y mi closet perdure sombrío. Y ahora que no solo me gusta sino que lo quiero tanto, entiendo cual era la razón principal de mi disgusto, la verdadera, la determinante, en la que voy a creer siempre: odiaba los días soleados porque aún no había conocido a mi persona de sol. 


La primera vez que leí sobre llamar “sol” a alguien fue en “Yo la peor”, un libro acerca de Sor Juana Inés de la Cruz que comencé a leer en la pandemia. Uno de los libros que fueron víctimas de mi picoteo, libros que empecé, piqué y no terminé nunca. Pero cuando uno pica la comida se nutre igual que cuando se la termina completa, quizá no en las mismas proporciones, pero algo bueno ha de quedarse de eso poco que se ha consumido. Así pasa a veces con los libros y esta obra de Mónica Lavín me dejó entre otras cosas el sobrenombre perfecto para mi buen amor. En el libro se narra como uno de los personajes llama “solecito” a alguien a quien ama muchísimo -no era Sor Juana si se lo preguntan-.


Recuerdo haber decidido justo después de leerlo que yo también quería llamarle Solecito a mi persona muy querida y como firma de mi decisión le cambié el nombre en la lista de contactos, de “amor” a “solecito”. Guardar con emojis o sobrenombres bonitos a las personas que quieres en tu lista de contactos y otras formas de demostrar cariño en la contemporaneidad. Amores muchos, pero solecitos no. 


El nombre se quedó así y se quedará para siempre, no cabe duda de lo que decidí ese día: dar honor a quien honor merece, nombrar “Solecito” a mi persona de sol, a quien vino a iluminarme la vida, a alcanzar con su calor cada huequito de mi cuerpo y de mi alma, a quien estuvo y estará permanentemente en mis días, aunque no siempre le vea, así como el sol. 


Ahora que reconozco que el Sol es la vida de este sistema que lleva su nombre y que así como el Dios de los católicos* nos cuida y nos da el sustento diario, vivo menos peleada con los días claros, más consciente de la importancia de su luz y más agradecida con mi persona de sol por todos los días calurosos que me permitió compartir a su lado, mientras le observaba existir entre los rayos de luz, con sus chanclas de pata de gallo y sus ojos inmensos y deslumbrantes, así, así como el sol. 


Hoy día amo y agradezco la existencia del sol por muchas razones, pero la más grande, la verdadera, la determinante, en la que voy a creer siempre: amo al sol porque me recuerda que existes tú -mi persona de sol-. 


*El Dios en que me gusta creer cuando le pongo en las manos el bienestar de la gente que quiero. 

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