Barranca del Muerto

UNA VEZ escuché a la abuela decir que cuando la gente muere recoge sus pasos. Que los muertos, cuando se están marchando, caminan por donde en vida anduvieron y reúnen de vuelta sus pisadas. Si te cruzaras en su recorrido podrías incluso sentir la presencia de quien se está yendo.

La abuela me contó esa vez sobre el día en que sintió como la tía Lupe -que en vida fue su mejor amiga- recogía los pasos que había dejado en su casa y se despedía de ella. La tía Lupe, alias tía Güera, era la esposa segunda del no tan lejano primo hermano del papá de mi abuelo. Un entramado en el parentesco había aproximado a la tía y a mi abuela, pero el vínculo político no fue nunca la verdadera razón de su cercanía, estaban unidas porque se querían profundamente. Las dos sufrían de un mal común: maridos machistas y alcohólicos.

En sus penas se acompañaban con ternura, eran la fiel escucha de la otra. Si una estaba triste la otra la visitaba y le acercaba de paso algún postre o comida sustanciosa para amortiguar la pena. La abuela no tenía reparo en llorar con la tía Güera, quien siempre le daba el consejo que ella también debió haber seguido: “Déjalo”. Era una mujer grande, que abrazaba fuerte y llevaba en su rostro un par de ojos caídos que daban la ilusión de una tristeza hosca y profunda.

Siempre quería saludarme de beso, no la juzgo, era una mujer de otra época que creía que los niños debíamos corresponder a su cariño aunque éste proviniera de unos labios húmedos, con bozo abundante y salpicado de un sudor tibio con hedor a vinagre. Lejos de los besos forzados, la tía Güera era agradable y más agradable era saber que mi abuela vivía sus tristezas acompañada de una mujer dulce que parecía entenderla a la perfección. La abuela y la tía se quisieron hasta el final, que fue el último día de la tía -quien murió hace tiempo-.

La abuela también dice que la gente sabe cuándo morirá, que puede sentirse y que a los casi difuntos es posible identificarlos por la venida de una sed y hambre repentinas: la sed y hambre de la última merienda. Pues así debió pasarle a la tía Güera, que en cuanto supo que la muerte andaba cerca y esta vez era la definitiva, como sólo los elegidos pueden advertirlo, mandó llamar a mi abuela para que le prometiera ser su madrina de cruz, esa tradición católica que no debe ser nada sencilla para quien asume la tarea, pero que mi abuela aceptó cumplir con valentía por el enorme amor y lealtad que compartía con su amiga de tragedia.

Habiendo escuchado sus últimas voluntades no quedaba más que esperar a que sucediera lo indeseable, y cuando ocurrió la abuela lo sintió, nadie le dio aviso, pero ella lo supo. Por eso cuando el abuelo llegó con la noticia de la muerte de la tía Güera, para ella no fue ninguna sorpresa sino únicamente la confirmación del luto, pues la tía ya la había visitado mientras recogía sus pasos. Tantas veces había estado ella en su casa, tantas tardes compartiendo las penas y el pan, que hasta extraño hubiera sido que en su última senda la tía no se despidiera de su Félix querida, su más leal compañera.

Así lo hizo entonces, viajó por última vez hasta el lugar de siempre, donde encontró tantas veces su hogar y tocando el hombro de mi abuela le hizo saber que se estaba marchando. Mi abuela lo entendió. Dice que alcanzó a escuchar la voz de la tía pronunciando su nombre, repitiéndolo. Era imposible que estuviera llamándola en persona porque apenas unas horas antes se había desvanecido en su cama, en su casa, a varias calles de distancia, rodeada de buitres ansiosos y a la espera.

Reconociendo las circunstancias se limitó a entender lo que pasaba y con un poco de susto -pero no de miedo- comprendió que aquello que escuchaba y sentía era el alma de su adorada Güera, caminando por última vez en un plano del que estaba dejando de ser parte.

La abuela fue la madrina de cruz. Lloró largas noches la pérdida para luego sufrir su ausencia. Tardó en acostumbrarse a la soledad en la desgracia. Pero entonces como magia, tras unos meses, al abuelo se le curó la borrachera; después de tantas amenazas gastadas y de múltiples intentos fallidos. Unos apostaron a la vejez, otros a que vio un espanto, mi papá jura que esa victoria es suya. Yo creo que fue mi tía Güera.

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¿A qué lugares iría usted a recoger sus pasos?

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