'Miau' hasta el cielo
Hace unas horas Lya y Molly, las compañeras cuadrúpedas de Fernanda, nos dejaron un vacío enorme en su paso a otro plano terrenal. Les dedico este texto con cariño, a ellas y a su dueña a la que quiero con todo el corazón. Se los dejo por acá...
Cuando Amalita abandonó
su paso por este mundo sensible del que hablaba Platón y concretó su existencia
terrenal para continuarla en algún otro plano de los que me gusta imaginar ,
Daniel, en ese entonces mi profesor de Comunicación, le escribió una despedida de media cuartilla que tocó el corazón de todos los que lo leímos. La forma en
que se expresó respecto de Amalita, su compañera de cuatro patas, me hizo
querer compartir una conexión de ese tipo con alguna mascota algún día.
La tortuga que alguna vez
tuve y que me gustaba sacar a pasear al patio, ahora nada libre en un estanque
donde papá la liberó para que tuviera una vida menos agotadora que la que yo le
confería en el rancho de los abuelos; mi ratón que tenía un nombre de película,
debe haber sido devorado en alguna alcantarilla por una rata más grande cuando
escapó o quizá está teniendo éxito en su propio consorcio de restaurantes en
otro país de habla extranjera, porque si de algo estoy segura es que ese ratón
no hablaba español, jamás nos entendimos;
Wamba, de raza dudosa, se mudó con mi tío Ricardo cuando apenas nos
encariñábamos; Kodak y Timoteo, los schnauzer lomo plateado que han recorrido
con sus patitas diminutas esta su casa, vieron interrumpida su amistad conmigo
debido a su extravío y a mi mudanza a la ciudad de México en agosto del año
pasado, respectivamente. Estas han sido mis mascotas, con las que he tenido
relaciones cariñosas pero limitadas.
¡Como olvidarme de mi
gallo Claudio! Que por cierto estuvo delicioso.
Todas, las diminutas y
tiernas mascotas que han pasado por mi vida me han regalado su cariño en dosis
bien administrada y he correspondido de la misma manera. Nunca derroché amor, ni desbordé apapachos hacia
un miembro del reino animal hasta que Rufinita llegó a la familia. Una
orgullosa, libre, peculiar y dormilona gata de color caramelo de vainilla que
abordó nuestra vivienda un viernes por la noche. No me correspondió recibirla,
por el contrario, ella me recibió a mí cuando volví de la ciudad de México para
pasar las vacaciones en casa. Ya se había adueñado para entonces de mi sillón
favorito, del plato de comida del perro, de una silla del comedor, de la
ventana de la sala y del corazón de mi mamá.
Antes de Rufina, no me
gustaban tanto los gatos. Después de Rufina, lo he entendido todo.
Tuve que aprender a convivir
con ella, forzarme a acariciarle la pancita después de que engullera su atún de
lata y hablarle bonito para pedirle de la manera más atenta que abandonara mi
cama, mi escritorio o cualquier superficie donde estuviera tumbada -no
estorbando- descansando. Con el paso de los días fue menos forzado y más
voluntario el ejercicio de quererla e incluirla en mi vida diaria, en mis
tardes de estudio, en mis lecturas de medianoche, en mis desayunos mañaneros.
Ella cree que nos engaña,
pero todos sabemos que tiene más de dos hogares. De igual manera se sienta en
nuestro sillón a rogar cariño como si nadie en este mundo de miseria le hubiese
dado siquiera un poquito, una caricia arrebatada, un besito en su frentecita
llena de pelos. Todos nosotros en casa, como deben hacer sus demás dueños, nos
hacemos de la vista gorda y le llenamos de amor, de comida y de lechita de vez
en cuando.
Así descubrí lo que
significa el amor por los gatos, la paz que confiere su ronroneo, lo divertido
de oírlos roncar, la ternura que le invade a uno cuando maúllan implorando
alimento o agüita fresca para el calor. Así entendí lo que significa tener el
carrete de la cámara del móvil lleno de fotografías de sus hazañas y de sus
interesantes maneras de acomodarse para dormir. El amor por un felino desdeñoso
es un tipo de amor verdadero que se entiende poco y se disfruta mucho.
Las tortugas, los
ratones, los perros y los gallos tienen lo suyo, pero querer a un gato es un
acto de verdadera valentía. Son animales libres, independientes, altaneros,
traviesos en demasía y necios como ninguna otra especie, pero no hay nada que
su carita bigotona no arregle. Un día se portan indiferentes y al siguiente se
convierten en los más necesitados de atención. Te roban pedacitos de comida, de
alma y de corazón. Y jamás se conforman. Querer a un gato es una aventura tan
áspera y necesaria como sus vibrisas.
Por este amor de loca de
los gatos que desarrollo poco a poco le escribo este texto a Lya y Molly, con
dedicatoria hasta el cielo de los gatos donde ahora disfrutan campantes de
nubes de volován de pollo y cascadas de lechita tibia.
Les escribo para
agradecerles por el amor atascado de pelitos que le regalaron a la familia
Chiquini, en los buenos y malos momentos. Pongo estas palabras en el orden que mejor
suenan para dejarles en claro que las recordaremos siempre, traviesas,
dormilonas, intrépidas, preciosas, inigualables, y para prometerles por la
garrita -miau- que voy a cuidar en la tierra a su adorada dueña mientras ellas
lo hacen desde otro plano de energía, desde el cielo para los católicos, desde
la nada para los escépticos y desde el
universo para los hippies.
Aquí estaré llenándola de
mimos, intentando que sean tan eficientes como los suyos, no prometo ronronear
ni caminar en la orillita de las bardas, pero haré todo lo demás que se
encuentre en mis manos.
Les deseo que descansen
tranquilas y que vivan felices allá donde algún día las alcanzaremos.
Donde quiera que se
relaman ahora, las queremos mucho. Hasta pronto.
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