Media carga y dos de azúcar
Con el frío generado por el sereno y el ruido seco del campanario, se levanta Amelia todos los días en punto de las siete cuarenta de la mañana. Repite la rutina, abre los ojos, estira las piernas, aprieta los dientes y se sienta sobre la cama; permanece inmóvil unos segundos mirando el buró que apenas se aprecia entre la oscuridad y, finalmente, se levanta para encender las luces. Cuando todo en la habitación se vuelve más claro gracias a las bombillas de luz blanca que le cambian cada seis meses, camina unos pasos hacia el tocador, saca un peine de uno de los cajones y comienza a darle forma a su cabello que ya ha perdido volumen y poco a poco abandona su color. Se mira en el espejo, analiza de a poco el impacto de los años sobre su rostro, inclina la cabeza ligeramente hacia la derecha y sonríe.
Después de cambiarse el pijama por su uniforme de diario, se
dirige a la cocina. Allí toma como siempre una taza de café para mejorar el
curso de la mañana, la misma ración, la misma dosis, media carga y dos de
azúcar. Lo bebe a sorbos, lo analiza, mastica los posos de café que se han
colado en su taza como consecuencia de la baja calidad de los filtros. No se
apresura, lo toma con precisión, con perseverancia, con intención. Amelia sabe
que el café le vendrá bien para seguir la rutina, la pesada, desgastante pero
siempre esperanzada rutina de buscar a su hija. Piensa en ella, en su cabello
rizado, embelesador; piensa en su sonrisa que le alegra la vida, aunque hace tiempo
que dejó de verla, brillante sonrisa de buen tamaño con un incisivo faltante;
piensa en sus ojos brillantes, bajo el par cejas pobladas que los acompañan, y
agrega a su recuerdo el hoyuelo que se forma bajo su mejilla derecha cuando
ríe. Piensa en ella, la echa de menos, anhela su voz, se permite imaginar todos
los días que la hallará y se promete no darse por vencida hasta conseguirlo. En
medio de la felicidad que le provoca recordar a su hija, se odia a sí misma,
odia la tarde, el día, la estación en que ocurrió. Evoca aquella noche de
enero, tan fría, tan funesta, tan cruda. Consigue recobrar la imagen del vagón
en que le fue arrebatada, congela el momento, se estremece y grita hacia sus
adentros tal como lo hizo entonces, implorando ayuda, rompiendo el silencio,
intentando disuadir el orden, aunque nulo resultado tuviera. Desgraciado el
momento, desgraciado aquel día. Pero no queda más, solo el recuerdo y el café,
porque ahora es tiempo de buscarla.
De la alacena toma una carpeta con archivos viejos, el
periódico donde se publicó la noticia, los boletos de tren y el cambio en
monedas de cinco pesos. Despliega un folleto con los teléfonos de emergencias y
se dispone a marcar uno que se encuentra subrayado, previo a esto toma un lápiz
y escribe sobre una tarjeta de papel los datos que dictará al perito para no
olvidarlos. Una vez que ha cubierto la tarjeta en letra cursiva, levanta el
teléfono y marca las teclas, antes de que alguien pueda contestarle, se lanza
con el mismo discurso de siempre:
-Soy la señora Amelia, llamo para conocer el avance sobre el caso de mi hija. Le dicto los datos para que pueda agilizar la búsqueda: tiene ocho años, cabello oscuro, porta un chaleco amarillo, zapatos rojos, pantaloncillos negros y una blusa del mismo color que los zapatos. En la mano derecha tiene una cicatriz circular y un lunar de buen tamaño cerca de la barbilla.
Amelia no recibe respuesta, detrás de la línea hay una voz
que no aparece, no está segura si la llamada se ha cortado mientras dictaba los
datos o ha colgado por accidente. Pregunta si hay alguien atendiéndole y es
nuevamente ignorada. Siente rabia, desesperación, desesperanza. Ya nadie quiere
ayudarla, nadie piensa en su hija que seguro está asustada, que seguro le
llama, que seguro no ha comido y tiene sueño. Ni los testigos, ni los vecinos,
ni la familia quieren apoyarle más , todos dicen que se trata de una búsqueda
sin rumbo, que están cansados, que ya han tratado de todas las formas que creen
existentes. Amelia piensa que ellos no la entienden.
Respira hondo, toma otro sorbo de café, relee el periódico,
busca pistas, anota detalles. Abre la lista de sospechosos, borra a su ex
marido y lo vuelve a anotar, subraya al maestro de música, se detiene sobre el
nombre del velador y repasa en voz alta los apellidos del encargado de la
librería. Respira de nuevo, levanta el teléfono, marca el número al que hace un
instante ha recurrido sin ser correctamente atenida, se equivoca sustituyendo
el 9 por el 7, entonces cuelga y vuelve a llamar. Repite el discurso, termina
de hablar y al no recibir respuesta, estalla en cólera. Llora mientras grita y
golpea la mesa, llora mientras escupe por todos lados el amargo sabor del café
que odia, pero que la mantiene despierta, grita a las paredes que está harta,
que la extraña, que la quiere de vuelta.
Amelia ya no puede más, mientras aprieta las manos y
maldice, siente como la toman por la espalda. Siente las manos frías de Félix y
Marga que están en turno y la llevan obligadamente hasta su habitación. Les
pide ayuda, les implora que encuentren a su hija. Félix la mira con compasión
al mismo tiempo que le inyecta con precisión la dosis correspondiente de
calmante y retira la ajuga cuidando de no clavársela a sí mismo. Marga acomoda
en la cama el cuerpo débil, casi inmóvil de Amelia. Mira el reloj descompuesto
que marca las siete cuarenta, le quita los zapatos, la cubre con una frazada,
guarda el peine que ha dejado sobre el tocador y sale de la habitación
dejándola dormir.
Afuera es la hora de la comida, sobre la mesa donde antes
descansaban el café, el periódico y el teléfono desconectado, ahora comparten
el pan los hermanos Alfaro con esquizofrenia y la anciana de la habitación 27 con
demencia senil, vigilados por Félix que estrena bata blanca. La anciana come sin ganas como el resto de
los internos lo hacen, todos hablan, nadie duerme, excepto Amelia, que con la
puerta cerrada seguro sueña con su hija. Marga arregla la cafetera para cuando
el calmante pierda efecto, prepara todo, limpio y listo para una dosis más
tarde con media carga y dos de azúcar.
Eres brillante Salma, me hiciste revivir muchos momentos que eh acompañado a pacientes u amigos con ese tipo de situacion...muy conmovedora.
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