Eugenia

Por las entrañas del gran monstruo azul suben y bajan pasajeros de todos los colores, albergan todos los tipos de miedos, llevan consigo pendientes que terminar antes de que caiga la noche, cargan con dudas, guardan sonrisas, acumulan bostezos. Entran y salen a través de los vagones, pasajeros amarillos que bajan después de contar dos estaciones, pasajeros verdes abrazados a sus maletas, pasajeros zafiro con la mirada perdida y los párpados pesados; pasajeros rojos, negros, grises, todos.

Con dificultad entre los pasillos se mueve Eugenia, lleva una caja de chicles sabor canela que sostiene con una mano, con la otra se apoya de los asientos para deslizarse a través del vagón. En el bolsillo derecho de sus pantaloncillos cortos lleva guardado siempre un monedero de cuero que provoca un sonido peculiar por los centavos que contiene; en el izquierdo, guarda una estampilla de San Martín Caballero, patrono de los comerciantes. Se acerca a los pasajeros y les ofrece paquetes de goma de mascar a precio accesible, prometiéndoles buen aliento y una mejor sonrisa. Los pasajeros la ignoran. De vez en cuando uno levanta la mano, saca unas monedas y compra las prometedoras gomas de mascar de Eugenia. Así consigue la grácil niña de tez canela, misma que el sabor de la goma de mascar, volver a casa con alimentos.

Por casa entiéndase el espacio que ocupan ella y sus dos hermanas en la vecindad que se encuentra diez estaciones y un transbordo lejos del centro de la ciudad. Dina de cuatro años y Magui de seis la esperan para comer. Ambas permanecen quietas aguardando la llegada de su hermana mayor quien les hace dibujos sobre papel de estraza para colorear mientras el tiempo avanza. Magui a ratos se desespera. Dina duerme para que los minutos le lleguen más a prisa.

Aquella mañana de número veintiuno del mes de marzo, Eugenia sale como de costumbre por la vieja puerta que protege la vecindad, procurando no hacer ruido, y asegurándose de llevar consigo el efectivo necesario para costear un boleto de tren y su caja de mercancía con suficientes chicles. Camina unos metros, aborda el monstruo azul y colándose entre los pasajeros matutinos comienza la rutina. Ofrece el contenido de su caja entre los viajeros de colores, esperando que alguno de ellos se convenza de comprarle. Se mueve por el pasillo, intentando persuadir a su público de la necesidad de un hálito fresco y una fulgurante sonrisa. Nadie. Nadie responde a sus ofertas, hasta que de pronto una mano se levanta entre los asistentes. La mano que porta un anillo de plata y un reloj de buen tamaño de marca cuestionable se mueve solicitando a Eugenia que se acerque pronto. La pequeña no tarda en aproximarse y tras dos zancadas se posiciona frente a frente con su comprador.

-Quiero toda la caja. -Expresa el espléndido hombre de tonos café que se encuentra en busca de buen aliento. Porta un maletín desgastado, un par de zapatos con suelas exhaustas y una gabardina que no hace juego.  En su dentadura duerme una coronilla dorada muy poco reluciente, ahogada entre piezas dentales opacas , carentes de alineación.

Eugenia mira el reloj que porta aquel sujeto para darse cuenta de que tan solo han transcurrido cuarenta y siete minutos desde su salida de casa. Sin dudarlo le entrega la caja completa de chicles a aquel hombre de color desgastado que le acaba de hacer el día. Tras poner la caja en manos de aquel extraño se dispone a negociar y accede a recibir los doscientos pesos que le son ofrecidos a cambio. Aprieta con el puño el billete que ahora le pertenece y sale a toda prisa del vagón antes de que aquel buen caballero se arrepienta de su obra. Sale también de la estación y se pone en marcha hacia el centro comercial donde nunca antes se le había visto a aquella niña haraposa, hermana mayor de dos niñas pequeñas, huérfana de ambos padres, cercana a cumplir los doce años.

Entra rápidamente por la puerta eléctrica del centro comercial, se dirige al supermercado, toma un carrito y comienza a llenarlo con todo aquello que se le antoja. Galletas, pan, leche, todo lo que se encuentra a buen precio y pueda llenarle el estómago a ella y a quienes la esperan en casa. Corre por los pasillos cazando ofertas, se desliza igual que en los vagones, pero con una mirada brillante. Hambrienta de realizar su primera compra en aquel enorme sitio, da prisa a su selección de productos y se forma en la fila de la caja. Hace cuentas mentales, supone que le alcanzaría el dinero que porta y continúa formada. La gente la mira desconcertada, Eugenia a pesar de su apariencia no se encuentra pidiendo caridad o vendiendo productos clandestinamente dentro del supermercado, por el contrario, está a punto de efectuar una compra exitosa.

Al caer en cuenta de que es la próxima en ser atendida por la mujer joven que atiende la caja, Eugenia comienza a colocar los productos en la barra que se mueve como por arte de magia y acerca la mercancía a la encargada para que ésta pueda deslizar los códigos de barras por encima del lector óptico y saber su precio, mismo que la niña cubrirá sin inconvenientes. La cifra aumenta, pero no supera el presupuesto, cada vez que está a punto de rebasar los doscientos pesos, una oferta la salva. Así, el monto se acumula y forma un número de tres dígitos y dos después del punto. Ciento noventa y ocho pesos y treinta y cuatro centavos. Por un extremo de la caja, Eugenia entrega todo el dinero con el que cuenta y por el otro sus mercancías son envueltas en bolsas de papel con la marca del supermercado impresa de forma horizontal. Todo un rito, que causa en el estómago de la niña una emoción incontrolable.

Feliz por aquella primera vez en el supermercado toma lo suyo y se aleja, ya sin prisa. Disfruta cada paso que da, sosteniendo en ambas manos una bolsa de papel repleta de buenas compras. Sonríe como si hubiese comido todos los chicles de su caja esa misma mañana. Resulta encantador verle pasear contoneándose, dirigiéndose hasta la puerta de salida. Avanza un poco más y justo antes de lanzarse a la avenida, lista para volver a casa, se ve detenida por los cristales del centro comercial que se cierran ex abrupto, dos agentes policiales la sujetan y de fondo se escucha a la mujer joven que atiende la caja gritando con fuerza:

-¡Deténganla! ¡Me pagó con un billete falso!

                                                                                                                              

                                                                                                                                            



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